sábado, 6 de noviembre de 2010

Escritura y melancolía

Juan Domingo Argüelles


Una de las fuentes de la alegría es la ignorancia. La excesiva información le hace creer a las personas que tienen la llave del mundo para penetrar cualquier puerta. Y algunos fatuos hablan de la muerte como si estuvieran regresando de ella. Confunden la información con el saber, y el conocimiento con la sabiduría. No saben nada, pero creen que saben.

Obsesionados como están muchos en no ignorar nada, se vuelven eruditos sin juicio y desde luego sin emoción; de ahí pasan a la falta de entendimiento en todo lo que saben, porque la percepción justa del mundo no tiene que ver en absoluto con la inteligencia insensible, sino con la más aguda inteligencia que brinda la sensibilidad.

De la muerte no sabemos nada, y nunca sabremos nada. La enfermedad, en cambio, es excelente maestra para saber algo de la vida. Una enfermedad severa, dolorosa y persistente (ni siquiera sumamente grave) tiene al menos una virtud que los enfermos todos debemos agradecer: nos ofrece una lección insuperable cuando mejoramos: nos reconcilia con la vida y nos vacuna contra el espanto de la muerte. Nos ayuda a vivir con más alegría y nos defiende contra todo fanatismo “previsor”. Si uno no lo desea, no tiene por qué entregarse a la muerte, pero tampoco hay razones para espantarse de ella. Nadie se muere antes de que le llegue la muerte, la suya única, la propia, la irrevocable e intransferible. Lo sabían Séneca, Epicuro, Cicerón, Montaigne y otros más: aprender a vivir es también aprender a morir. ¡Cuánta sabiduría!

¡Y cuánta charlatanería redituable hay también en el tema de la salud y el bienestar! Los libros sobre este tema abundan, y hay algunos tan chapuceros (como el que lleva por título La ciencia del bienestar) que sus autores recomiendan, para estar sanos, no pensar jamás en la enfermedad, sino en “la felicidad”. Y a esto le llaman ciencia. Una “ciencia” que afirma que “el estado natural de los humanos es un estado de salud perfecta: todo en nosotros y en la naturaleza tiende hacia la salud”. No es verdad. Lo contrario es lo cierto.

Científicamente, la salud perfecta es nada más un ideal o, peor aún, una utopía, una quimera: una invención delirantemente cuerda de un montón de charlatanes que llaman ciencia a cualquier tipo de vudú. Novalis decía, y decía bien, que “el ideal de la salud perfecta sólo es interesante para los médicos [que, por lo demás, saben que no hay salud perfecta], pero lo realmente interesante para el ser humano es la enfermedad, que pertenece a todos los individuos”.

La perfección no existe y menos en la salud. A diferencia de los libros charlatanes, Enfermedad y creación: cómo influye la enfermedad en la literatura, la pintura y la música, de Philip Sandblom, es un libro que nos demuestra que la condición más común del ser humano es la enfermedad. De cuántas cosas bellas, profundas y maravillosas nos habríamos perdido si el estado natural de los humanos fuera esa falacia de la salud perfecta, no sólo física sino también mental. Muchas grandes obras han sido espoleadas por la enfermedad, no por la salud; por la carencia y no por el bienestar. No hay nada más embustero que ese falso optimismo de vivir siempre sanos. Digamos, con Robert Graves, Adiós a todo eso. Bruno Estañol no nos engaña ni se engaña: “Todos estamos más o menos locos, aunque algunos actuamos con mayor disimulo; sobre todo, la razón tiene también su locura.”


Ilustraciones de Huidobro

Rilke escribió: “La obra de arte es el resultado de haber estado en peligro, del hecho de haber ido hasta el extremo de una experiencia que ningún hombre puede sobrepasar.” Job supo esto muchísimo tiempo antes, cuando la ansiedad y la angustia le invadían (Job, 15, 24), pues el dolor, con todos sus males y sus enfermedades, le enseñó que sólo el hombre afligido conoce su miseria. Sin la desdicha (con la salud perfecta), no tendríamos esa obra maestra de la sabiduría que es el Libro de Job.

Goethe sabía que “nuestro propio dolor nos enseña a compartir los sufrimientos de las demás criaturas”. Edvard Munch, el pintor noruego creador de El grito, llegó a decir: “Sin la enfermedad y la angustia, yo hubiera sido un barco a la deriva.” Y Sófocles dice lo esencial, en labios de Filoctetes: “Me habría quedado sin pensamientos ni cuidados, como los animales, de no haber sido por mis heridas. Cuando me atenacea el dolor sé que soy un ser humano.”

Esta es la verdadera sabiduría: la que nos enseña a vivir y nos ayuda a mitigar la inquietud de la muerte. Queda bastante claro, por lo demás, que –como escribió André Comte-Sponville– “la muerte sólo es un problema para los vivos”.

Los melancólicos reivindicamos el derecho a la soledad e incluso a la tristeza, pues hacemos nuestra divisa la hermosa y exacta definición de Victor Hugo: “La melancolía es la felicidad de estar triste.” Sin esta felicidad de estar triste de vez en cuando, todo sería júbilo y alborozo muy aburridos. Incluso la alegría tiene sus límites.

Muchísimas personas no comprenden la depresión, y no es culpa de ellas, pues difícilmente se puede comprender lo que no se ha experimentado jamás. Creen que depresión es simple desánimo o tristeza, o una cierta languidez o desaliento, que desaparecen pronto, igual que como llegaron. En realidad, la depresión, en su estado patológico, no es eso.

La depresión en su nivel grave es uno de los males más devastadores que, en sus momentos críticos, lo inutilizan a uno casi por completo. Y lo incapacitante no sólo tiene que ver con desánimo ni, por supuesto, con no “echarle ganas” (como suelen decir quienes no comprenden), sino con todo un cuadro de desajustes físicos, bioquímicos y emocionales que ni siquiera llegan a ser imaginados por los demás: cefaleas, vértigo, náuseas, dolores abdominales, falta de apetito, apatía, arritmias cardíacas, falta de atención, desmemoria, desinterés, dificultades del habla, torpeza muscular, flacidez, escalofríos, frialdad permanente, insomnio, melancolía, angustia, ansiedad, miedos irracionales, pánico, delirio, impulsos suicidas. A veces, todo ello al mismo tiempo, con episodios convulsivos.

Cuando supe que tenía depresión grave (y lo supe antes del diagnóstico clínico) es porque el cuadro de malestares no correspondía a nada que antes hubiera experimentado. Padecía una imposibilidad casi absoluta de funcionar y enormes deseos de que mi vida acabara de una buena vez, porque si, como dice Pascal, todos tendemos a la felicidad, incluidos los que se ahorcan, yo concluía, entonces, en medio de mi desesperación, que el fin de la vida era el fin de todas mis desdichas.

Abusando del lugar común, hoy puedo mirar el mundo de otro modo. He salido de la oscuridad. Pero aprendí una cosa fundamental: que sólo reivindicándome con la vida (a pesar de todos sus dolores habidos y los que pueden venir y los que sin duda vendrán) puede uno también aprender a morir sin estar sumido todo el tiempo en la ansiedad y en la angustia, por culpa del miedo y la desazón. Debemos admitirlo sinceramente: no hay vida sin temor, pero Séneca siempre tendrá razón: “Todas las obras de los mortales están condenadas a morir, vivimos en medio de cosas perecederas. Has nacido mortal, has parido mortales. Piensa en todo, espéralo.”

Ya lo he dicho muchas veces, pero ahora lo reitero: los libros no siempre son un consuelo. Para serlo, exigen un lugar y un momento. En los peores instantes de mi depresión, de lo que menos quería saber era de los libros y de la lectura. Me parecían una absoluta trivialidad en medio de mi desdicha. Sigo creyendo que los libros son importantes sólo en la medida en que realmente los necesitemos, como el agua para la sed; de otro modo, sólo son objetos de culto y nada más.

Es cierto también que escribir puede ser una forma de terapia, y que por ello Graham Greene llegó a decir lo que sigue: “A veces me pregunto cómo logran escapar de la locura, de la melancolía y del pánico, que son estados propios de la condición humana, los que no escriben ni componen ni pintan.” Claro que lo que no dijo Graham Greene es que, con bastante frecuencia, los que escriben, componen y pintan jamás logran escapar de la locura, sino que profundizan en ella, y a veces, en la más abisal inmersión, consiguen comprenderla.

Los libros tienen que servirnos para algo más que informarnos, para algo más que acumular lectura. A fin de cuentas, en los mejores libros hablan otras personas que escribieron libros porque quisieron hablar con los demás y no encontraron mejor vehículo que la letra impresa. Esos son los libros vivos. Los demás no importan.